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Mujeres que sostienen hogares y economías

Durante décadas, el trabajo de las mujeres ha sido invisible. No aparece en contratos, no figura en hojas de vida ni cotiza para pensión. Se le llama “trabajo doméstico” y, por costumbre, se ha asumido como una responsabilidad “natural” de las mujeres. Cuidar, cocinar, limpiar, criar: tareas fundamentales para el sostenimiento de la vida, pero que rara vez se reconocen como trabajo remunerado.

Bajo esa lógica se les ha negado salario, descanso y reconocimiento. Como señala la académica y feminista Silvia Federici, “eso que llaman amor, es trabajo no pago”. Muchas de estas labores, envueltas en una narrativa romántica de sacrificio y cuidado, son en realidad jornadas completas de trabajo físico, emocional y mental, que sostienen hogares, comunidades y economías enteras.
En nuestros barrios, muchas mujeres han transformado ese rol, históricamente asignado, en formas de generar ingresos. Son madres cabeza de hogar que emprenden desde casa con lo que tienen a la mano, montando negocios de confecciones, peluquerías improvisadas en salas reducidas, spa de uñas en patios o vendiendo almuerzos para vecinos, profesores y trabajadores del sector. Estas iniciativas son maneras de “rebuscársela”, de sacar adelante a sus familias día a día.

Sin embargo, la mayoría de estas actividades se desarrollan en el ámbito de la economía informal. Esto significa que muchas mujeres no cuentan con derechos laborales. A pesar de su valiosa contribución económica y social, especialmente dentro de sus hogares, aún persiste la pregunta sobre las garantías que deberían acompañar su trabajo. Muchas de ellas enfrentan jornadas extenuantes, que superan las ocho o incluso doce horas diarias, combinando el esfuerzo de sus emprendimientos con las labores domésticas y de cuidado no remunerado.

Según cifras del DANE, en Colombia el 45,5 % de las mujeres ocupadas en 2023 se encontraban en la informalidad, una proporción significativamente mayor que la de los hombres (36,1 %). Además, las mujeres destinan en promedio 7 horas y 44 minutos al día a tareas domésticas y de cuidado no remunerado, más del doble del tiempo que dedican los hombres (3 horas y 6 minutos). En otras palabras, muchas mujeres asumen una doble jornada: una para generar ingresos y otra para sostener su hogar.
Estas cifras no son abstractas ni lejanas. Se reflejan en historias concretas como la de Luz Marina Toro, habitante del barrio Villa del Socorro. Madre de ocho hijos que comenzó su emprendimiento con ollas prestadas y apenas tres almuerzos al día. Hoy, el negocio familiar ha crecido hasta ofrecer 25 comidas diarias y se ha convertido en un legado intergeneracional: abuela, hijas y nieta trabajan juntas para mantenerlo vivo.

“La crianza de mis hijos me exigía tener un ingreso, así que opté por los alimentos”, cuenta doña Luz Marina. “Ese fue el inicio. Luego, con el apoyo de varias organizaciones de la comuna, me capacité, tomé talleres y gracias a Actuar Famiempresas, me gradué en Mesa y Bar. Ahora tengo mi diploma en manipulación de alimentos”.

El negocio, que nació de la necesidad y la fuerza, comenzó a crecer con el impulso de la comunidad. Sus hijos estudiaban en la Institución Educativa Villa del Socorro, y entre los primeros clientes estuvieron la rectora y dos profesores. Así surgió la idea de abrir un pequeño restaurante escolar, lo que permitió consolidar las ventas. Sin embargo, algunos años después el espacio fue destinado a un laboratorio, llevando a Luz Marina a continuar las ventas desde su casa.

Poco a poco, su sazón empezó a hacerse conocida en el barrio. Sus hijas crecieron y se sumaron al negocio como domiciliarias, encargadas de pedidos y logística. Luego, lograron alquilar un pequeño local donde, además de almuerzos, venden bolis, mecato, bebidas, sacan copias y gestionan una lista cada vez más variada de productos. Como ellas mismas dicen con humor: “pregunte por lo que no vea, que próximamente vista al mar y jacuzzi”.

Fue su nieta Daniela quien propuso el nombre actual: Delicias Toro, una marca que representa no solo comida, sino el esfuerzo colectivo de una familia.

Pero detrás del sabor, el buen humor y el esfuerzo diario, hay una jornada de trabajo extenuante: de lunes a viernes, el día comienza a las cinco de la mañana con la preparación de fritos y tinto, sigue con desayunos y almuerzos, y culmina a las ocho o nueve de la noche, después de surtir, picar verduras, cocinar papas y dejar todo listo para el día siguiente. Entre 15 y 16 horas continuas, sin descanso formal, para repetirlo al día siguiente.

Cada integrante de la familia tiene un rol definido: doña Marina se encarga de cocinar; Daniela frita en las mañanas, atiende el local durante el día, gestiona los pedidos por WhatsApp, lleva la contabilidad y organiza el surtido; Magda hace los domicilios, organiza la bodega y cuida que todo se mantenga en orden.

“Un día se nos incendió esa pipeta, yo no sé ellas cómo apagaron eso. Hemos tenido muchos altibajos con este emprendimiento, pero hemos navegado por encima de las tormentas. Daniela se quemó con la greca y tocó pagar particular. Y así varias cosas”, recuerda doña Marina.

Sin embargo, más allá de las anécdotas, la pregunta es inevitable: ¿cuáles son las garantías para este tipo de trabajo? Doña Marina tiene 71 años de edad y lleva más de 30 en esta labor, pero nunca ha podido cotizar una pensión. No ha tenido vacaciones pagas, ni primas legales, ni una ARL que cubra el uso continuo de herramientas de cocina. Lo mismo ocurre con sus hijas y su nieta, que hoy conforman una unidad productiva esencial para el sustento del hogar… pero invisible ante el sistema.

Este tipo de trabajo representa una parte fundamental de la economía colombiana. Según el DANE, casi la mitad de las mujeres ocupadas en el país se encuentran en la informalidad. Eso significa que millones de ellas trabajan sin derechos laborales, sin seguridad social, sin acceso a créditos formales, sin licencias por enfermedad o maternidad; toda una vida puesta al trabajo. Las historias de vida de estas mujeres, forjadas en el esfuerzo diario, la resistencia y la creatividad, revelan el inmenso valor de las economías populares e informales en nuestros barrios. Sin embargo, ese reconocimiento no puede quedarse en la admiración. Debe convertirse en acciones concretas que dignifiquen su trabajo, protejan sus cuerpos y, en definitiva, su vida.

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